domingo, 13 de abril de 2014

6. Los príncipes son los padres.



Cuando te haces mayor parece que vas perdiendo la ilusión. El Ratón Pérez, los Reyes Magos, Papá Noel, poco a poco vas descubriendo que ninguno existe. Que el Ratón Mickey es un señor disfrazado que cobra poco y bebe mucho. Y Cupido un cabrón con menos puntería que Froilán. Pensar qué te vas a poner el viernes ya no es un ritual que compartir con tus amigas a través de contrabando de notitas, y un mensaje del chico que te gusta ya no hace la misma ilusión ahora que son gratis. Pero nada se pierde, todo se transforma. Y la ilusión ahora la usamos de otra manera. Para mí y mis amigas la mayor ilusión tomaba forma una vez cada dos meses y venía en un paquete tan completo como compacto, vía aérea y subida a unos tacones de vértigo.
Geraldine recordaba a Eva Longoria en Mujeres desesperadas. Es uno de esos ejemplares exóticos tan atractivos como peligrosos. Dicen que los mejores perfumes vienen en frascos pequeños. Y los peores venenos también. Pues bien, Geraldine era ambos. Ella y yo habíamos sido inocentes enemigas de niñas e inseparables amigas de adolescentes. Ahora mi amiga se había convertido en una ilusión que se materializaba cada ocho semanas para ponernos los dientes largos. En menos de cuatro años se había convertido en subdirectora de la empresa de eventos mas cotizada de Italia, y no lo disimulaba. Me exterminaba con su mirada de reproche pícara cada vez que me saltaba alguna regla básica del protocolo. Unas cien al día. Vestía como una muñequita y no había un bolso de culto y precio desorbitado que no luciese en varios colores. Era una inconformista capitalista con alma de princesa de cuento. Un cóctel apasionante.
Tres maletas de Louis Vuitton, una encima de otra, parecían andar solas por la T4. Detrás, Geraldine empujaba con afán. Despues de achucharla como si fuera el cachorrito de scottex, a pesar de su reticencia y cuando ya la hube despeinado a gusto, diseñó el plan del día. Estaba mas contenta que de costumbre. Quería ir de compras, a pesar de haberse traído mas modelitos para un fin de semana que el propio Mortadelo. Una vez en el taxi, el conductor escuchaba  pasmado y miraba por el retrovisor a Geraldine que hablaba de los labios de Donatella y los chistes malos de Berlusconni. Se reía de las caídas en la pasarela de Milán y me contaba lo difícil que era resistirse a la gastronomía italiana, el pesto y el mascarpone los tenía prohibidos, igual que Fabio y Andrea, dos de los modelos con los que trabajaba a diario y que se insinuaban peligrosamente. Geraldine era una mujer casi casada. Tenía un novio de años, un chico de buena familia y educación exquisita, no era ni muy guapo ni muy divertido pero si que era correcto y educado. Era el marido que cada madre quiere para su hija. Un tipo clásico y respetado que emprendía una exitosa carrera profesional en el mundo de la hostelería, extendiendo ahora su imperio en Hong Kong. Geraldine vivía una historia de amor globalizado; citas de skype  y sexting en el trabajo.
Una vez hubimos dejado las maletas en casa nos recorrimos la milla de oro con sendas bebidas de Starbucks en la mano. El colmo del postureo. Geraldine sentía que si no le hacía foto al vasito y la instagrameaba, esa bebida no tenía sentido. Yo sentía que si no le echaba un buen chorro de Baileys dentro, esa bebida era un artificio inútil.
Entramos en Hermès. Mi amiga quería unos pantalones sencillos con un corte elegante. Un básico de novecientos euros que mas vale que se lave, se planche solo y vaya a trabajar por ti. Los dependientes de la tienda nos acosaban mas que un chino de la tienda de regalos-alimentacion-todoauneulo. Me gustaba mirarlos desafiante mientras bebía mi bebida pija con mi nombre escrito y todo (había añadido el apellido Koplovich, para infundirles la duda), diciéndoles con la mirada - ¿A que no hay huevos a decirme que no me puedo beber esto aquí?- En estas tiendas están entrenados para auyentar mindundis tratando con condescendencia a todo el que no aparente cuenta corriente rebosante. Por otra parte, a cualquiera que parezca ser pudiente se le permite beber café o tomarse el gin-tonic de las once de la mañana, pasear al perro por la tienda y probar lo mono que queda dentro del Birkin. Sola no me atrevería a mirar directamente a los ojos ni al maniquí, pero con Geraldine sentía que nadie podía toserme.
Mi amiga pidió el modelo del escaparate en la talla 34 y salió con gracia del probador mientras los dependientes se deshacían en piropos.
- ¿qué tal?- dijo mirándome con duda.
- Yo los veo un poco sosos, pero te quedan genial, estás delgadísima. ¿La 34? Lo has conseguido.
- Vivo a base de lechuga y cocacola light, pero por fín entro en la 34. Soy feliz.
Le pedí al dependiente dos copas de champán con una sonrisa  altiva e inquisitiva, como si lo hubiese hecho mil veces mientras compraba calcetines. Geraldine y yo brindamos, yo lo ingerí a modo chupito y ella apoyó la copa sin darle ni un sorbo.
-         Gerald, ¿No bebes?
-         No puedo, tengo que mantenerme en la 34 hasta que me muera para seguir llevando estos pantalones.
-         ¿No es mejor comprar pantalones que se adapten a tu cuerpo en vez de tener que adaptar tu cuerpo a los pantalones?
-         No. - Dijo sonriendo. Estos son perfectos.
-         Yo tampoco los veo tan bonitos. Sin mas. Algo sosos.- dije.
-         Es un modelo clásico, no pasa de moda, discreto, elegante, exquisito y duradero. Y lo mejor de todo, son talla de modelo-  Dijo un dependiente mas femenino que yo, desafiándome. Bebí de un trago la copa que había dejado intacta mi amiga y se la extendí a Mr. Exquisito con cara de “Se ha quedao vacía” mientras le soltaba un despiadado “Por favor”. – Geraldine me pegó un pisotón y lanzó una mirada de reproche mientras el dependiente se reía entre dientes y pensaba “chincha revincha” como un niño cuando su madre regaña a su hermano.
Cuando salimos de la tienda Geraldine cargaba tres bolsas de mas y tres copas de menos. Yo iba a la inversa. Las dos sonreíamos.
Vega y Blanca nos esperaban en la terraza de Embassy, Geraldine quería invitarnos a comer, ¿y quienes éramos para negarnos? Bebimos vino blanco y comimos de cine mientras contábamos con todo lujo de detalles nuestras últimas aventuras en un tono de voz suficientemente alto como para que las oyese la señora colmada de perlas y con pinta de viuda acaudalada que dejaba comer a su perrito blanco, cursi y peludo de su pastel de cabracho. Geraldine, avergonzada, me daba un pisotón a cada comentario inapropiado, y la Señora Perlas se giraba escandalizada mientras se planteaba taparle las orejas a su perrito con lazo. Un café y tres martinis despues nuestra pequeña y abochornada amiga pagó una cuenta de la que apenas había probado bocado.
La vida es bella cuando los días se conforman de paseos, Starbucks, comidas de lujo y tiendas en las que poner nerviosos a los dependientes. Pero llegaba la tarde y tenía que ir al gimnasio, Geraldine había hecho su deporte diario a las seis de la mañana, pero yo soy una persona de principios estrictos, y uno de ellos es que la única excusa para estar despierta a esas horas es no haberme acostado. Eso, o un polvo reconciliador del sueño. Una debe ser fiel a sus principios. Por otra parte, pensé que había cargado yo casi sola con las maletas de Gerald. Eran pesadas. Eso tenía que contar. Y tenía una invitada. Sería de mala educación dejarla. Además ya me había tomado el día libre en el trabajo, ir a entrenar entonces sería incoherente. Coherencia, educación y principios por encima de todo. El gimnasio no se iba a mover de su sitio.
Blanca, Vega y yo queríamos quedarnos un rato mas, los martinis tenían un precio de lo mas razonable y decir burradas para ver como reaccionaban en cadena Geraldine y Madame Perlas era cada vez mas divertido. Al perro del lacito se le empezaba a poner cara de perversión. Pero la prota del finde no quería, y consiguió que moviésemos el culo prometiéndonos ir a otro sitio muy chulo del que le habían hablado y que estaba al final de Serrano. Cuando llegamos, Blanca, Vega y yo nos miramos encendidas. Alta traición. Nos había llevado engañadas a Misa de seis, ¡Y un viernes, que ni siquiera te la convalidan con la del domingo! Cedimos. A veces íbamos a Misa, pero los domingos y en hora punta, cuando los bancos de atrás parecen un catálogo de Abercrombie, y en las primeras filas se ponen las parejitas de uniforme, chicos bien con sus Belstaff, chicas bien con sus Hunter. Nosotras atrás de todo juzgábamos a todas esas chicas tan finas, tan discretas, tan prometidas . Hoy no podíamos. Para empezar porque solo había señoras, probablemente primas de la de las perlas y el perro del lazo. Pero sobre todo, porque Geraldine se había convertido en una de ellas. Empecé a recordar a la Geraldine que se había tirado desnuda a la piscina en una fiesta universitaria, a la que fumaba marihuana y decía que unos hilitos en la cara le tiraban para arriba de la sonrisa, a la que secuestró el perro del vecino, a la que echaron de un piso de estudiantes por “golfa”, a la que le daba igual que sus pantalones de la 36 se le quedasen pequeños mientras existiesen los leggins y la cerveza con tapa gratis, la que se metía detrás de la barra en el bar a ponerse copas y besaba por el camino al camarero para que no se pusiese tonto, a la que llamaba al chino para pedir comida sin tener hambre solo porque así también le pedía que trajese tabaco. Ahora desfilaba por la iglesia esperando a recibir la comunión un viernes. Vega, Blanca y yo nos miramos. Normalmente cuando veíamos a la gente en esa cola decíamos, ¿oye, de todos esos, tú crees que ninguno folla? Hoy en esa cola solo estaba nuestra amiga y unas viudas que la devoraban con la mirada pensando, una muchacha así es lo que necesita mi nieto Borja Mari, que está muy descentrao. Nos dieron la bendición y salimos manteniendo una conversación silenciosa de la que Gerald no era partícipe.
- ¿Echamos un billar en Bo Finn hasta la hora de cenar?- pregunté.
- Vale. Pero tenemos que ir a cambiarnos para cenar.- dijo Geraldine.
- ¿Cambiarnos? Si he reservado en La Doma Argentina en tu honor. Yo que tú no iría de Hermés, es parrillada y manteles de papel.
- ¿Por qué no vamos a un sitio un poco mas cosmopolita? Para un finde que vengo…
- ¿Gerald? ¿Estás enferma? Parrillada, alfajores, empanadas argentinas y dulce de leche, ¿Qué te han hecho en Milán?
- Nada Lau, que últimamente ya no me gusta eso. Vamos a Ten con Ten.
Mi fantasía de jugar al billar con un gin tonic en la mano a las siete de la tarde se desvaneció y nos fuimos a casa para dedicar dos horas a chapa y pintura. Me desilusionó que mi iniciativa no hubiese tenido acogida. La familia de Geraldine era una fusión italo-argentina, en la que no sabías que primo tenía un acento mas sexy ni que abuela cocinaba mejor. Eran conocidos por su hospitalidad y el gusto por el buen comer. Empresarios de éxito y campechanos con sentido del humor. Su padre nos daba lecciones sobre chicos cuando éramos adolescentes, nos explicaba que era como comprarse unos pantalones, tenías que probar muchos antes de encontrar el bueno, y a veces que un pantalón no te quede bien, no es culpa tuya, sino del pantalón, que está mal hecho. Ahora Gerald había elegido un pantalón clásico, aburrido y demasiado caro, un pantalón que no era de su talla y por el que se pasaba la vida con hambre, y aun peor, sobria.
Llegamos al restaurante a las nueve y media. Geraldine con sus pantalones de Hermès y yo con mi escote de golfa. Blanca y Vega nos esperaban en la barra dándole sorbitos a sus carísimos martinis. Ten con Ten era uno de esos restaurantes donde se apilan en la puerta los deportivos de lujo y es difícil saber si tienes delante a una chica de veintiséis años que se ha pasado tomando el sol o a una señora de sesenta que se ha pasado con la cirugía. Chicas con apariencia de modelos que mareaban de un lado a otro las hojas de lechuga de sus ensaladas de veinticinco euros sin IVA y señores divorciados de sesenta y cinco que las miraban orgullosos. Me pregunto si serán conscientes de la relación inversamente proporcional entre el tamaño de sus carteras y el del cerebro de sus consortes.
-         Que envidia.- dije- Cuando tenga sesenta y cinco quiero una cuenta corriente generosa y un novio hueco que sea bonito de ver.
-         Cuando tengas sesenta y cinco llevarás quince bajo tierra.- Dijo Vega seria preparándose para el contraataque.
-         ¿Ah, sí? ¿Me vas a matar tú?
-         No. Lo hará el alcohol. Pero no tengo ningún problema en echarle una mano.- Respondió con su ya frecuente expresión sádica.
-         Qué triste.- dijo Gerald.
-         ¿El qué?- respondimos al unísono Vega y yo buscando algún trabajo de botox mal hecho a nuestro alrededor.
-         Tú.- dijo mirándome.
-         ¿Por?- pregunté sorprendida.
-         Porque con esa mentalidad nunca vas a encontrar a nadie.
-         La semana pasada encontré a dos diferentes.- dije divertida, intentando quitarle hierro al asunto.
-         ¿A dos diferentes que solo quieren un polvo contigo y no volver a verte?
-         ¿Tú que sabes si quieren volver a verme o no?- dije, ya algo ofendida.
-         Es hora de que entiendas que nadie va a comprar la vaca si le dan la leche gratis.
-         Y es hora de que tú entiendas que a lo mejor yo no quiero comprar el cerdo entero si lo único que me apetece es una salchicha de vez en cuando.
Geraldine dobló su servilleta en forma de pico y se limpió finamente las comisuras de los labios, sacó su espejito del bolso y se retocó los labios. Sin dejar de mirarse, dijo que estaba cansada, se levantó y se fue.
Normalmente hubiéramos intentado pararla, pero lo cierto es que nosotras también estábamos cansadas. Cansadas de reprimendas. Cansadas de esos pantalones de Hermès que se habían tragado a nuestra amiga y ya no la encontrábamos por ningún sitio. Ya no tenía mucho sentido que nos dejásemos una pasta en cenar si la única razón de ir a un sitio caro era porque Geraldine quería, así que a pesar de la insistencia de Vega que quería repetir simpa, abonamos las bebidas y nos fuimos. Caminamos hasta la terraza de Morao en Velázquez, donde cenamos perritos calientes y bebimos gin-tonics por menos de veinte euros por barba.
A la una y media cada una desfilaba hacia su casa, todas con un pensamiento compartido, ¿qué leches le ha pasado a Geraldine? Hay mujeres que critican a sus amigas en cuanto se prometen, se casan o tienen hijos, pero nosotras eso solo lo hacíamos con desconocidas, y enemigas, claro. Estábamos felices de lo bien que le iba en Milán y de que se fuese a casar. Sebastián, su prometido aunque era soso y algo feo, la hacía feliz, pero, ¿Por qué había cambiado tanto? ¿O era que nosotras teníamos que evolucionar y no lo estábamos haciendo? ¿Teníamos el síndrome de Peter Pan? ¿Había llegado la hora de abrocharnos un botón mas y empezar a madrugar los domingos?
 Llegué a casa pensando que Geraldine estaría ya durmiendo, tuve cuidado de no hacer ruido, pero allí no había nadie. Qué raro. Hacía ya mas de cuatro horas que nos había dejado plantadas y sus cosas aún estaban ocupando la mitad de mi salón. Me puse unos leggins y una camiseta, cogí el alijo de emergencia que guardaba para ocasiones de estrés y salí a la calle, no quería que Geraldine oliese marihuana al llegar a casa y me echase otra reprimenda. Me senté en un banquito de madera en la acera de en frente y empecé a fumar mirando al cielo, recordando cuando Gerald y yo fumábamos a escondidas en el balcón de la casa de sus padres. Oí llegar el camión de la basura. Eran ya casi las dos de un sábado noche y yo me iba a la cama. Iba a ser que si que estaba madurando. El camión se paró delante de mí. Se abrió la puerta del copiloto y bajó un perro. Era un perro gordo, peludo, gracioso y torpe. Iba arrastrando una correa de salchichas. Entonces se abrió un poco mas la puerta y alguien sacó la cabeza gritando, -¡Remember! Geraldine bajó con dificultad y se acercó con una sonrisa de oreja a oreja, los ojos mas brillantes que el día de su primera comunión y el aliento mas alcoholizado que el día de la boda de su hermana.
-         ¿Qué haces? – pregunté atónita, dudando todavía de si mi amiga se había vuelto loca o yo estaba sufriendo alucinaciones por fumar lo que no debía.
-         Dame ese porro.- dijo mientras me lo arrancaba de la mano.- He robado un porro. Digo un perro. Bueno un perro y ahora un porro.- balbuceó mientras intentaba mantenerse en equilibrio.
-         ¿Otra vez? ¿De donde vienes? ¿Estás bien?
-         Estoy de puta madre. ¿Sabes lo que no está bien? Estos putos pantalones. El marica ese es un puto mentiroso.
-         Gerald, ¿te paga alguien cada vez que dices puto?
-         “Es un modelo clásico, no pasa de moda, discreto, elegante, exquisito y duradero, y lo mejor de todo es que es talla de modelo”- dijo Gerald exagerando la pluma del dependiente.- Una mierda. Clásico sí, mucho, no pasa de moda, es discreto y elegante, y exquisito también, y talla modelo, sí, sí, pero, ¿duradero? ¡Una mierda duradero! -
-         Gerald, no entiendo nada.
-         ¡No es duradero! Porque en cuanto viene otra con talla modelo te deja tirada. Te deja tirada por Whatsapp. Como todos los pantalones, que son unos cobardes y no saben decir las cosas a la cara. O por Skype ¡Nos vendría bien tomarnos un tiempo! ¿Un tiempo? Tengo veintiséis años, ¡tiempo es justo lo que no tengo!
-         Geraldine, aún eres muy joven, no te preocupes, ya encontrarás otros pantalones.- La abracé con todas mis fuerzas preguntándome cuando habría ocurrido todo el drama y por qué no me lo había contado.
-         Lau, tú no lo entiendes. Es que en realidad no estoy hablando de pantalones. Estoy hablando de mi prometido. Mi ex prometido.- rectificó mientras se echaba a llorar.
No era momento de profundizar, ni de averiguar de dónde había sacado el perro, ni de dónde o con quien se había emborrachado de esa manera, ni de cómo había acabado en el camión de la basura con sus pantalones beig de Hermès, que ahora lucían algo similar a un estampado militar. Geraldine solo accedió a entrar en casa si el perro venía con nosotras. Ambos se tumbaron en el sofá mientras ella me contaba de una forma no siempre inteligible como Sebastián le había pedido un tiempo por whatsapp hacía dos días y como ya tenía fotos en facebook con su  nuevo ligue. No nos había dicho nada porque no creyó que fuera en serio hasta que vio las fotos y no quería que nos metiésemos.
Como cualquier domingo por la mañana el sol entró por la ventana con toda la mala intención del mundo, a dar donde duele, en el núcleo de la resaca, pero esta vez no era la mía, era la de Geraldine. Bajé las persianas y me fui a pegar carteles de “perro encontrado”, nuestro nuevo amigo me acompañaba muy animado. A la vuelta me encontré con una Geraldine avergonzada que vestía unos leggins vaqueros y una camiseta XXL.
-         Hace un día perfecto para una parrillada argentina.- Me dijo sonriendo.
Comimos con las manos, hablamos mientras masticábamos, bebimos vino peleón y nos chupamos los dedos literalmente.
Ese domingo Geraldine se puso definitivamente su careta de felicidad y salió del hermetismo en el que había estado sumida para afrontar la realidad. Para afrontar que los hombres como los pantalones, deben ser de tu talla y no al revés, está muy bien luchar por una buena figura, defender una buena educación, tener fuerza de voluntad y saber estar, pero debes hacerlo por ti, porque quieres, no porque necesitas entrar en unos pantalones que además de costar mucho mas de lo que valen, nunca fueron diseñados para ti.
-         Lau, lo siento. He estado insoportable.
-         Es normal que estuvieses así, ha sido una putada…

-         ¿Una putada? ¿Por qué? Vale, he perdido a mi príncipe, pero ¿y qué? ¿para que sirve un príncipe de todas formas?- susurró mientras se lamía el dulce de leche de entre los dedos.- ¡Si puedo tener todas las salchichas que quiera sin comprar el cerdo!- dijo riendo y señalando a la parrilla. Además, ¿quieres saber un secreto? Los príncipes azules, son los padres. Ea, ahora ya lo sabes.

sábado, 12 de abril de 2014

5. Simpa

(Continuación de "tupper sex")

Cuando era pequeña me encantaba quedarme a dormir en casa de mis amigas. Ahora que ya no somos tan pequeñas lo único peor que despertarte con resaca es hacerlo en casa ajena. Y así nos despertamos el sábado post-tupper sex. Sin desmaquillar, con el cuello en una postura imposible y las copas y el cenicero a un metro de mi nariz, Manolita a mis pies y una Blanca desconsolada a cinco centímetros.
¿Por qué sufrimos por amor? ¿Por qué no podemos dibujarnos una sonrisa y alegrarnos de lo bien que estamos? ¿Qué necesitamos? Unas necesitan un sustituto inmediatamente. Otras chocolate. Otras se centran en el trabajo. Otras prefieren en el alcohol y todas las estupideces que este pueda ayudarles a hacer. Las más positivas aprovechan para querer más a lo amigos. Luego están las que queremos venganza, las que hemos sufrido los daños colaterales;  las amigas de la damnificada. Nada podía sentar mejor por la mañana a Vega que dibujar un plan que vagase en ese limbo entre el bien y el mal. Geraldine tenía que coger el vuelo y no iba a poder participar, pero las tres restantes nos pusimos manos a la obra.
Lo más inmediato en estos casos es la rabia, y la rabia de dice; chívate. Podíamos cargarnos su boda. Dicen que la venganza es un plato que se sirve frío. ¿Por qué no esperar? Vega proponía presentar un PowerPoint en el banquete de la boda, “american style”.
Pero Blanca, Blanca sería incapaz de humillar así a una chica que, al fin y al cabo, no solo era también una víctima del mismo cabrón, sino que además lo tenía mucho peor. Si lo piensas, en realidad le haríamos un favor abriéndole los ojos. Pero ese no era nuestro problema, ni siquiera la conocíamos. A quien si conocíamos era a él, lo suficiente para que Vega tuviese una gran idea. Pedro acababa de abrir un restaurante, y ya pensábamos hablar todo lo mal que pudiese del local en yelp, eltenedor y todo lo twitteable, pero esta ocasión era perfecta para hacer algo más. Siempre habíamos querido hacer un simpa por todo lo alto. Y por primera vez ningún remordimiento prematuro iba a evitarlo.
Nos tiramos toda la mañana diseñando el plan. Hicimos la reserva a nombre de Mónica y desde una cabina, algo casi imposible de encontrar hoy en día. Los sábados Pedro no trabajaba, así que no había riesgo de que nos reconociese. Fuimos dando un paseo hasta la Castellana donde estaba Bocca, que así se llamaba, era uno de esos sitios que no está mal pero que tiene unos precios por encima de su calidad pero a la altura de su postureo. Queríamos conocer bien el objetivo para preparar la fuga. Había aparcacoches y todo el frontal era acristalado. Lo veía difícil.
Quedamos a las 21:30. Llovía. Nos pusimos de punta en blanco, surtidas de marcas hasta las orejas. Nadie desconfía de una pija malcriada. Subí al trastero y me hice con un móvil viejo y dos chaquetas que tenía separadas para donar a la iglesia. Iban a sernos útiles.
Durante más de media hora nos quedamos en el medio del Paseo de la Castellana. Mirándonos. Mirando al aparca. Ninguna de las tres se atrevía. Pero yo entré porque me obligaron ellas, y ellas porque les obligué yo.
Blanca y yo estábamos muertas de miedo. Yo lo disimulaba con normalidad, Blanca con una sonrisa exagerada.  Ambas sabíamos que Vega iba a bordarlo. Vega es una abogada inteligente, con confianza en sí misma, espabilada y muy atractiva. Además tiene un hobby algo extravagante; le gusta hacer bromas, pero bromas duras. Bromas elaboradas y en ocasiones con consecuencias judiciales. No importaba lo culpable que fuese, el veredicto siempre acababa a su favor. Por su experiencia en todo tipo de triquiñuelas y porque yo la había entrenado en el arte de llevarse “souvenirs” de los restaurantes, todas sabíamos que ella bordaría la situación. Por eso, la dejamos hablar.
-         Hola. Tenemos una reserva para tres a nombre de Mónica.
-         Sí, por favor, acompáñenme. – contestó la encargada sonriente.
-         Si, esto, ¿puede ser cerca de la puerta mejor? Es que nos gusta salir a fumar.
-         No es necesario que salgan a la calle, tenemos un jardín interior.
-         Si, pero es que fumamos mucho. Mejor cerca de la puerta.- dijo Vega dándose cuenta de cómo había metido la pata.
-         Verás- interrumpí- es que acaba de ver a un chico en el jardín interior con el que prefería no encontrarse…ya sabes…
La chica puso una sonrisa comprensiva y nos condujo a la mesa mientras las tres nos preguntábamos si se nos habría visto el plumero. La abogada estaba de enhorabuena.
Blanca estaba de los nervios, era lo más grave que había hecho desde que se escapó de una visita cultural en el viaje de fin de curso para tomar chupitos con Erasmus. Por otra parte, mientras Vega y yo discutíamos la metedura de pata inicial, Blanca no decía ni pío. No podía dejar de pensar en Pedro, el sitio entero le recordaba a él.
-¿No me estaré pasando?
- Aún no has hecho nada. Si no estás segura no tenemos que irnos sin pagar- dije sin moderar el tono de mi voz.
-¿Puedo tomarles nota de la bebida?- dijo un chico joven con un i-pad en la mano.
Vale. Ya era oficialmente imbécil ¿me habría oído el camarero?
Pedimos un delicioso vino australiano y poco a poco a Blanca le volvió el color a la cara y Vega y yo empezamos a dejar de meter la pata. Blanca retomó.
-¿No me estaré pasando?
-Blanca, si no estás segura, pagamos- repetí.
Cuando llegaron los postres ya habíamos salido a fumar un par de veces y Vega y yo estábamos entusiasmadas y pensando que era pan comido. Blanca sin embargo solo hablaba de Pedro y del “y si”; “¿Y si la deja?” “¿Y si por mí cambia?” “¿Y si nos pillan y se entera y me cargo cualquier oportunidad de futuro con él?”.
-Esto es una locura. Yo paso. Vamos a pagar- nos dijo seriamente.
-Está bien- dije yo mientras Vega me asesinaba con la mirada.
Les ofrecí una sonrisa irónica a ambas que cada una interpretó como quiso.
Se acercó de nuevo el camarero, le pedimos unas copas y una foto de recuerdo. Decidí salir a fumar otra vez y me acompañaron ambas. Vega abrió su pitillera y sacó un porro de marihuana muy bien disfrazado de pitillo con un olor que le delataría a cien metros. Nos venía bien para afrontar la cuenta que se nos venía encima. Vega le dio dos fuertes caladas y me lo pasó.
-          Vámonos- dijo Vega muy seria- ¡ahora!
-         Ni de coña –dijo Blanca con la cara encendida- dame eso.
Nunca había visto fumar a Blanca, ni siquiera un pitillo. Empezó a toser pero eso no le frenó. Siguió fumando.
-         Vamos a pagar, que además Blanca tiene la chaqueta dentro- les dije mientras esta echaba una cascada de humo entre una tos ya más controlada.
-         ¡Yo a ese hijo puta no le pago una peseta! ¡Qué le den a la chaqueta!- Antes de acabar la frase Blanca corría como una loca hacia el taxi.
Vega y yo miramos hacia dentro, nadie nos miraba, nos echamos a correr y nos metimos en el taxi como si acabásemos de atracar un banco. Y el coche parado. Y el semáforo que no se ponía ver. Y las tres agachadas con el ataque de risa más largo que he presenciado en mi vida. El taxista no daba crédito.
-         ¿Qué ha pasado?
-         Perdone- dije después de unos segundos- es que unos chicos estaban siendo muy pesados en el bar así que les dijimos que íbamos al baño para escaparnos.
Vega se dedicó el resto del trayecto a vacilar al taxista. Él, no solo no se ofendía, si no que le seguía el rollo, eso sí, puso el seguro en las puertas, confianzas, las justas.
Fuimos a Nassau a abusar del Vodka Martini y a celebrar nuestro inicio en la delincuencia (el de Blanca y mío, Vega ya estaba curtida en mil batallas), pero sobre todo, fuimos a festejar la venganza de Blanca. Había sido suficiente para recuperar un puntito de orgullo sin llegar a ser una loca destrozavidas. Había sido suficiente para disfrutar de la adrenalina sin llegar a la cárcel. Había sido suficiente para olvidar a Pedro por unas horas, pero no lo suficiente para superarlo, ni quererle menos, ni dejar de desearle.
¿Por qué nos vengamos entonces? Si sabemos que la venganza no trae la paz. Si sabemos que, al día siguiente le echarás de menos un día más. En el caso de Blanca nadie se vengó de nadie, sencillamente fuimos a celebrar que nuestra amiga decidió superar su adicción a un cabrón y nos pareció apropiado que el cabrón invitase.
Al día siguiente Blanca se presentó en mi casa a las once, con su llanto de resaca.
-         No ha valido para nada. El resultado es lo que cuenta. Y yo sigo igual de mal- dijo mientras se sentaba en el sofá con medio de litro de helado entre las manos. Cogí el Bailys del mueble bar y vacié un tercio de botella en la tarrina.

El caso es que a veces no es el resultado el que cuenta, porque la vida es el camino y no el destino, y si esa noche no le olvidó, lo hizo meses después. Lo que nunca olvidaría sería la noche que se fugó de un restaurante con sus amigas y la adrenalina que corría por su cuerpo. Y así empezó Blanca su desintoxicación, teniendo muy presente que una adicta a un cabrón puede controlar su adicción pero nunca superarla, y que lo importante es tener a alguien al lado que nunca recurrirá al “ya te lo dije”, sino que jugará con su creatividad y responderá con un “¿y qué hacemos”?, de esta manera sufrir, sufrirás, pero aburrirte, jamás, y como indemnización puedes concederte una “licencia para delinquir.”