Cuando te haces mayor parece que vas perdiendo la ilusión.
El Ratón Pérez, los Reyes Magos, Papá Noel, poco a poco vas descubriendo que
ninguno existe. Que el Ratón Mickey es un señor disfrazado que cobra poco y
bebe mucho. Y Cupido un cabrón con menos puntería que Froilán. Pensar qué te
vas a poner el viernes ya no es un ritual que compartir con tus amigas a través
de contrabando de notitas, y un mensaje del chico que te gusta ya no hace la
misma ilusión ahora que son gratis. Pero nada se pierde, todo se transforma. Y
la ilusión ahora la usamos de otra manera. Para mí y mis amigas la mayor
ilusión tomaba forma una vez cada dos meses y venía en un paquete tan completo
como compacto, vía aérea y subida a unos tacones de vértigo.
Geraldine recordaba a Eva Longoria en Mujeres desesperadas.
Es uno de esos ejemplares exóticos tan atractivos como peligrosos. Dicen que
los mejores perfumes vienen en frascos pequeños. Y los peores venenos también.
Pues bien, Geraldine era ambos. Ella y yo habíamos sido inocentes enemigas de
niñas e inseparables amigas de adolescentes. Ahora mi amiga se había convertido
en una ilusión que se materializaba cada ocho semanas para ponernos los dientes
largos. En menos de cuatro años se había convertido en subdirectora de la
empresa de eventos mas cotizada de Italia, y no lo disimulaba. Me exterminaba
con su mirada de reproche pícara cada vez que me saltaba alguna regla básica
del protocolo. Unas cien al día. Vestía como una muñequita y no había un bolso
de culto y precio desorbitado que no luciese en varios colores. Era una
inconformista capitalista con alma de princesa de cuento. Un cóctel
apasionante.
Tres maletas de Louis Vuitton, una encima de otra, parecían
andar solas por la T4. Detrás, Geraldine empujaba con afán. Despues de achucharla
como si fuera el cachorrito de scottex, a pesar de su reticencia y cuando ya la
hube despeinado a gusto, diseñó el plan del día. Estaba mas contenta que de
costumbre. Quería ir de compras, a pesar de haberse traído mas modelitos para
un fin de semana que el propio Mortadelo. Una vez en el taxi, el conductor
escuchaba pasmado y miraba por el
retrovisor a Geraldine que hablaba de los labios de Donatella y los chistes
malos de Berlusconni. Se reía de las caídas en la pasarela de Milán y me
contaba lo difícil que era resistirse a la gastronomía italiana, el pesto y el
mascarpone los tenía prohibidos, igual que Fabio y Andrea, dos de los modelos
con los que trabajaba a diario y que se insinuaban peligrosamente. Geraldine
era una mujer casi casada. Tenía un novio de años, un chico de buena familia y
educación exquisita, no era ni muy guapo ni muy divertido pero si que era correcto
y educado. Era el marido que cada madre quiere para su hija. Un tipo clásico y
respetado que emprendía una exitosa carrera profesional en el mundo de la
hostelería, extendiendo ahora su imperio en Hong Kong. Geraldine vivía una
historia de amor globalizado; citas de skype
y sexting en el trabajo.
Una vez hubimos dejado las maletas en casa nos recorrimos la
milla de oro con sendas bebidas de Starbucks en la mano. El colmo del postureo.
Geraldine sentía que si no le hacía foto al vasito y la instagrameaba, esa
bebida no tenía sentido. Yo sentía que si no le echaba un buen chorro de
Baileys dentro, esa bebida era un artificio inútil.
Entramos en Hermès. Mi amiga quería unos pantalones
sencillos con un corte elegante. Un básico de novecientos euros que mas vale
que se lave, se planche solo y vaya a trabajar por ti. Los dependientes de la
tienda nos acosaban mas que un chino de la tienda de
regalos-alimentacion-todoauneulo. Me gustaba mirarlos desafiante mientras bebía
mi bebida pija con mi nombre escrito y todo (había añadido el apellido
Koplovich, para infundirles la duda), diciéndoles con la mirada - ¿A que no hay
huevos a decirme que no me puedo beber esto aquí?- En estas tiendas están
entrenados para auyentar mindundis tratando con condescendencia a todo el que
no aparente cuenta corriente rebosante. Por otra parte, a cualquiera que
parezca ser pudiente se le permite beber café o tomarse el gin-tonic de las
once de la mañana, pasear al perro por la tienda y probar lo mono que queda
dentro del Birkin. Sola no me atrevería a mirar directamente a los ojos ni al
maniquí, pero con Geraldine sentía que nadie podía toserme.
Mi amiga pidió el modelo del escaparate en la talla 34 y
salió con gracia del probador mientras los dependientes se deshacían en
piropos.
- ¿qué tal?- dijo mirándome con duda.
- Yo los veo un poco sosos, pero te quedan genial, estás
delgadísima. ¿La 34? Lo has conseguido.
- Vivo a base de lechuga y cocacola light, pero por fín
entro en la 34. Soy feliz.
Le pedí al dependiente dos copas de champán con una sonrisa altiva e inquisitiva, como si lo hubiese hecho
mil veces mientras compraba calcetines. Geraldine y yo brindamos, yo lo ingerí
a modo chupito y ella apoyó la copa sin darle ni un sorbo.
-
Gerald, ¿No bebes?
-
No puedo, tengo que mantenerme en la 34 hasta
que me muera para seguir llevando estos pantalones.
-
¿No es mejor comprar pantalones que se adapten a
tu cuerpo en vez de tener que adaptar tu cuerpo a los pantalones?
-
No. - Dijo sonriendo. Estos son perfectos.
-
Yo tampoco los veo tan bonitos. Sin mas. Algo
sosos.- dije.
-
Es un modelo clásico, no pasa de moda, discreto,
elegante, exquisito y duradero. Y lo mejor de todo, son talla de modelo- Dijo un dependiente mas femenino que yo, desafiándome.
Bebí de un trago la copa que había dejado intacta mi amiga y se la extendí a
Mr. Exquisito con cara de “Se ha quedao vacía” mientras le soltaba un
despiadado “Por favor”. – Geraldine me pegó un pisotón y lanzó una mirada de
reproche mientras el dependiente se reía entre dientes y pensaba “chincha
revincha” como un niño cuando su madre regaña a su hermano.
Cuando salimos de la tienda Geraldine cargaba tres bolsas de
mas y tres copas de menos. Yo iba a la inversa. Las dos sonreíamos.
Vega y Blanca nos esperaban en la terraza de Embassy,
Geraldine quería invitarnos a comer, ¿y quienes éramos para negarnos? Bebimos vino
blanco y comimos de cine mientras contábamos con todo lujo de detalles nuestras
últimas aventuras en un tono de voz suficientemente alto como para que las
oyese la señora colmada de perlas y con pinta de viuda acaudalada que dejaba
comer a su perrito blanco, cursi y peludo de su pastel de cabracho. Geraldine,
avergonzada, me daba un pisotón a cada comentario inapropiado, y la Señora
Perlas se giraba escandalizada mientras se planteaba taparle las orejas a su
perrito con lazo. Un café y tres martinis despues nuestra pequeña y abochornada
amiga pagó una cuenta de la que apenas había probado bocado.
La vida es bella cuando los días se conforman de paseos,
Starbucks, comidas de lujo y tiendas en las que poner nerviosos a los
dependientes. Pero llegaba la tarde y tenía que ir al gimnasio, Geraldine había
hecho su deporte diario a las seis de la mañana, pero yo soy una persona de principios
estrictos, y uno de ellos es que la única excusa para estar despierta a esas
horas es no haberme acostado. Eso, o un polvo reconciliador del sueño. Una debe
ser fiel a sus principios. Por otra parte, pensé que había cargado yo casi sola
con las maletas de Gerald. Eran pesadas. Eso tenía que contar. Y tenía una
invitada. Sería de mala educación dejarla. Además ya me había tomado el día
libre en el trabajo, ir a entrenar entonces sería incoherente. Coherencia,
educación y principios por encima de todo. El gimnasio no se iba a mover de su
sitio.
Blanca, Vega y yo queríamos quedarnos un rato mas, los
martinis tenían un precio de lo mas razonable y decir burradas para ver como reaccionaban
en cadena Geraldine y Madame Perlas era cada vez mas divertido. Al perro del
lacito se le empezaba a poner cara de perversión. Pero la prota del finde no
quería, y consiguió que moviésemos el culo prometiéndonos ir a otro sitio muy
chulo del que le habían hablado y que estaba al final de Serrano. Cuando
llegamos, Blanca, Vega y yo nos miramos encendidas. Alta traición. Nos había
llevado engañadas a Misa de seis, ¡Y un viernes, que ni siquiera te la
convalidan con la del domingo! Cedimos. A veces íbamos a Misa, pero los
domingos y en hora punta, cuando los bancos de atrás parecen un catálogo de
Abercrombie, y en las primeras filas se ponen las parejitas de uniforme, chicos
bien con sus Belstaff, chicas bien con sus Hunter. Nosotras atrás de todo juzgábamos
a todas esas chicas tan finas, tan discretas, tan prometidas . Hoy no podíamos.
Para empezar porque solo había señoras, probablemente primas de la de las
perlas y el perro del lazo. Pero sobre todo, porque Geraldine se había
convertido en una de ellas. Empecé a recordar a la Geraldine que se había
tirado desnuda a la piscina en una fiesta universitaria, a la que fumaba
marihuana y decía que unos hilitos en la cara le tiraban para arriba de la
sonrisa, a la que secuestró el perro del vecino, a la que echaron de un piso de
estudiantes por “golfa”, a la que le daba igual que sus pantalones de la 36 se
le quedasen pequeños mientras existiesen los leggins y la cerveza con tapa
gratis, la que se metía detrás de la barra en el bar a ponerse copas y besaba por
el camino al camarero para que no se pusiese tonto, a la que llamaba al chino
para pedir comida sin tener hambre solo porque así también le pedía que trajese
tabaco. Ahora desfilaba por la iglesia esperando a recibir la comunión un
viernes. Vega, Blanca y yo nos miramos. Normalmente cuando veíamos a la gente
en esa cola decíamos, ¿oye, de todos esos, tú crees que ninguno folla? Hoy en
esa cola solo estaba nuestra amiga y unas viudas que la devoraban con la mirada
pensando, una muchacha así es lo que necesita mi nieto Borja Mari, que está muy
descentrao. Nos dieron la bendición y salimos manteniendo una conversación
silenciosa de la que Gerald no era partícipe.
- ¿Echamos un billar en Bo Finn hasta la hora de cenar?-
pregunté.
- Vale. Pero tenemos que ir a cambiarnos para cenar.- dijo
Geraldine.
- ¿Cambiarnos? Si he reservado en La Doma Argentina en tu
honor. Yo que tú no iría de Hermés, es parrillada y manteles de papel.
- ¿Por qué no vamos a un sitio un poco mas cosmopolita? Para
un finde que vengo…
- ¿Gerald? ¿Estás enferma? Parrillada, alfajores, empanadas
argentinas y dulce de leche, ¿Qué te han hecho en Milán?
- Nada Lau, que últimamente ya no me gusta eso. Vamos a Ten
con Ten.
Mi fantasía de jugar al billar con un gin tonic en la mano a
las siete de la tarde se desvaneció y nos fuimos a casa para dedicar dos horas
a chapa y pintura. Me desilusionó que mi iniciativa no hubiese tenido acogida.
La familia de Geraldine era una fusión italo-argentina, en la que no sabías que
primo tenía un acento mas sexy ni que abuela cocinaba mejor. Eran conocidos por
su hospitalidad y el gusto por el buen comer. Empresarios de éxito y
campechanos con sentido del humor. Su padre nos daba lecciones sobre chicos
cuando éramos adolescentes, nos explicaba que era como comprarse unos
pantalones, tenías que probar muchos antes de encontrar el bueno, y a veces que
un pantalón no te quede bien, no es culpa tuya, sino del pantalón, que está mal
hecho. Ahora Gerald había elegido un pantalón clásico, aburrido y demasiado
caro, un pantalón que no era de su talla y por el que se pasaba la vida con
hambre, y aun peor, sobria.
Llegamos al restaurante a las nueve y media. Geraldine con
sus pantalones de Hermès y yo con mi escote de golfa. Blanca y Vega nos
esperaban en la barra dándole sorbitos a sus carísimos martinis. Ten con Ten
era uno de esos restaurantes donde se apilan en la puerta los deportivos de
lujo y es difícil saber si tienes delante a una chica de veintiséis años que se
ha pasado tomando el sol o a una señora de sesenta que se ha pasado con la
cirugía. Chicas con apariencia de modelos que mareaban de un lado a otro las
hojas de lechuga de sus ensaladas de veinticinco euros sin IVA y señores divorciados
de sesenta y cinco que las miraban orgullosos. Me pregunto si serán conscientes
de la relación inversamente proporcional entre el tamaño de sus carteras y el
del cerebro de sus consortes.
-
Que envidia.- dije- Cuando tenga sesenta y cinco
quiero una cuenta corriente generosa y un novio hueco que sea bonito de ver.
-
Cuando tengas sesenta y cinco llevarás quince
bajo tierra.- Dijo Vega seria preparándose para el contraataque.
-
¿Ah, sí? ¿Me vas a matar tú?
-
No. Lo hará el alcohol. Pero no tengo ningún
problema en echarle una mano.- Respondió con su ya frecuente expresión sádica.
-
Qué triste.- dijo Gerald.
-
¿El qué?- respondimos al unísono Vega y yo
buscando algún trabajo de botox mal hecho a nuestro alrededor.
-
Tú.- dijo mirándome.
-
¿Por?- pregunté sorprendida.
-
Porque con esa mentalidad nunca vas a encontrar
a nadie.
-
La semana pasada encontré a dos diferentes.-
dije divertida, intentando quitarle hierro al asunto.
-
¿A dos diferentes que solo quieren un polvo contigo
y no volver a verte?
-
¿Tú que sabes si quieren volver a verme o no?-
dije, ya algo ofendida.
-
Es hora de que entiendas que nadie va a comprar
la vaca si le dan la leche gratis.
-
Y es hora de que tú entiendas que a lo mejor yo
no quiero comprar el cerdo entero si lo único que me apetece es una salchicha
de vez en cuando.
Geraldine dobló su servilleta en forma de pico y se limpió
finamente las comisuras de los labios, sacó su espejito del bolso y se retocó
los labios. Sin dejar de mirarse, dijo que estaba cansada, se levantó y se fue.
Normalmente hubiéramos intentado pararla, pero lo cierto es
que nosotras también estábamos cansadas. Cansadas de reprimendas. Cansadas de
esos pantalones de Hermès que se habían tragado a nuestra amiga y ya no la
encontrábamos por ningún sitio. Ya no tenía mucho sentido que nos dejásemos una
pasta en cenar si la única razón de ir a un sitio caro era porque Geraldine
quería, así que a pesar de la insistencia de Vega que quería repetir simpa,
abonamos las bebidas y nos fuimos. Caminamos hasta la terraza de Morao en
Velázquez, donde cenamos perritos calientes y bebimos gin-tonics por menos de
veinte euros por barba.
A la una y media cada una desfilaba hacia su casa, todas con
un pensamiento compartido, ¿qué leches le ha pasado a Geraldine? Hay mujeres
que critican a sus amigas en cuanto se prometen, se casan o tienen hijos, pero
nosotras eso solo lo hacíamos con desconocidas, y enemigas, claro. Estábamos
felices de lo bien que le iba en Milán y de que se fuese a casar. Sebastián, su
prometido aunque era soso y algo feo, la hacía feliz, pero, ¿Por qué había
cambiado tanto? ¿O era que nosotras teníamos que evolucionar y no lo estábamos
haciendo? ¿Teníamos el síndrome de Peter Pan? ¿Había llegado la hora de abrocharnos
un botón mas y empezar a madrugar los domingos?
Llegué a casa
pensando que Geraldine estaría ya durmiendo, tuve cuidado de no hacer ruido,
pero allí no había nadie. Qué raro. Hacía ya mas de cuatro horas que nos había
dejado plantadas y sus cosas aún estaban ocupando la mitad de mi salón. Me puse
unos leggins y una camiseta, cogí el alijo de emergencia que guardaba para
ocasiones de estrés y salí a la calle, no quería que Geraldine oliese marihuana
al llegar a casa y me echase otra reprimenda. Me senté en un banquito de madera
en la acera de en frente y empecé a fumar mirando al cielo, recordando cuando
Gerald y yo fumábamos a escondidas en el balcón de la casa de sus padres. Oí llegar
el camión de la basura. Eran ya casi las dos de un sábado noche y yo me iba a
la cama. Iba a ser que si que estaba madurando. El camión se paró delante de
mí. Se abrió la puerta del copiloto y bajó un perro. Era un perro gordo, peludo,
gracioso y torpe. Iba arrastrando una correa de salchichas. Entonces se abrió
un poco mas la puerta y alguien sacó la cabeza gritando, -¡Remember! Geraldine
bajó con dificultad y se acercó con una sonrisa de oreja a oreja, los ojos mas
brillantes que el día de su primera comunión y el aliento mas alcoholizado que
el día de la boda de su hermana.
-
¿Qué haces? – pregunté atónita, dudando todavía
de si mi amiga se había vuelto loca o yo estaba sufriendo alucinaciones por
fumar lo que no debía.
-
Dame ese porro.- dijo mientras me lo arrancaba
de la mano.- He robado un porro. Digo un perro. Bueno un perro y ahora un
porro.- balbuceó mientras intentaba mantenerse en equilibrio.
-
¿Otra vez? ¿De donde vienes? ¿Estás bien?
-
Estoy de puta madre. ¿Sabes lo que no está bien?
Estos putos pantalones. El marica ese es un puto mentiroso.
-
Gerald, ¿te paga alguien cada vez que dices
puto?
-
“Es un modelo clásico, no pasa de moda,
discreto, elegante, exquisito y duradero, y lo mejor de todo es que es talla de
modelo”- dijo Gerald exagerando la pluma del dependiente.- Una mierda. Clásico
sí, mucho, no pasa de moda, es discreto y elegante, y exquisito también, y
talla modelo, sí, sí, pero, ¿duradero? ¡Una mierda duradero! -
-
Gerald, no entiendo nada.
-
¡No es duradero! Porque en cuanto viene otra con
talla modelo te deja tirada. Te deja tirada por Whatsapp. Como todos los
pantalones, que son unos cobardes y no saben decir las cosas a la cara. O por
Skype ¡Nos vendría bien tomarnos un tiempo! ¿Un tiempo? Tengo veintiséis años, ¡tiempo
es justo lo que no tengo!
-
Geraldine, aún eres muy joven, no te preocupes,
ya encontrarás otros pantalones.- La abracé con todas mis fuerzas preguntándome
cuando habría ocurrido todo el drama y por qué no me lo había contado.
-
Lau, tú no lo entiendes. Es que en realidad no
estoy hablando de pantalones. Estoy hablando de mi prometido. Mi ex prometido.-
rectificó mientras se echaba a llorar.
No era momento de profundizar, ni de averiguar de dónde
había sacado el perro, ni de dónde o con quien se había emborrachado de esa manera, ni
de cómo había acabado en el camión de la basura con sus pantalones beig de
Hermès, que ahora lucían algo similar a un estampado militar. Geraldine solo
accedió a entrar en casa si el perro venía con nosotras. Ambos se tumbaron en
el sofá mientras ella me contaba de una forma no siempre inteligible como
Sebastián le había pedido un tiempo por whatsapp hacía dos días y como ya tenía
fotos en facebook con su nuevo ligue. No
nos había dicho nada porque no creyó que fuera en serio hasta que vio las fotos
y no quería que nos metiésemos.
Como cualquier domingo por la mañana el sol entró por la
ventana con toda la mala intención del mundo, a dar donde duele, en el núcleo
de la resaca, pero esta vez no era la mía, era la de Geraldine. Bajé las
persianas y me fui a pegar carteles de “perro encontrado”, nuestro nuevo amigo
me acompañaba muy animado. A la vuelta me encontré con una Geraldine avergonzada que
vestía unos leggins vaqueros y una camiseta XXL.
-
Hace un día perfecto para una parrillada
argentina.- Me dijo sonriendo.
Comimos con las manos, hablamos mientras masticábamos,
bebimos vino peleón y nos chupamos los dedos literalmente.
Ese domingo Geraldine se puso definitivamente su careta de
felicidad y salió del hermetismo en el que había estado sumida para afrontar la
realidad. Para afrontar que los hombres como los pantalones, deben ser de tu talla
y no al revés, está muy bien luchar por una buena figura, defender una buena
educación, tener fuerza de voluntad y saber estar, pero debes hacerlo por ti,
porque quieres, no porque necesitas entrar en unos pantalones que además de
costar mucho mas de lo que valen, nunca fueron diseñados para ti.
-
Lau, lo siento. He estado insoportable.
-
Es normal que estuvieses así, ha sido una putada…
-
¿Una putada? ¿Por qué? Vale, he perdido a mi
príncipe, pero ¿y qué? ¿para que sirve un príncipe de todas formas?- susurró
mientras se lamía el dulce de leche de entre los dedos.- ¡Si puedo tener todas
las salchichas que quiera sin comprar el cerdo!- dijo riendo y señalando a la parrilla.
Además, ¿quieres saber un secreto? Los príncipes azules, son los padres. Ea,
ahora ya lo sabes.